jueves, 7 de octubre de 2010

Domingo

La tormenta primero descargó en la cima de la montaña, abajo en el pueblo, en el fondo del valle, los domingueros miraban a lo alto mientras la barbacoa se hacía, opinaban, discutían. Llegaría hasta allí o no, les dejaría disfrutar de su domingo o bien se lo estropearía; pero pronto llegó la hora de marchar y guardaron todo su equipaje con el que civilizaban el campo, las mesas, las sillas, los sillones reclinables, los colchones de caucho, los manteles de cuadros; pronto los coches estuvieron atestados de utensilios y personas y juntos en procesión emprendieron la vuelta a la ciudad. El viento cambió y poco a poco la tormenta descendió de la montaña, como un animal huidizo, despacio, temerosa, hasta que se situó sobre el pueblo y allí soltó una lluvia fina, densa, purificadora, suficiente hasta el próximo domingo.

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